Frecuente escuchar el valor que supuestamente se le da al hecho de acumular habilidades y prácticas, que con el transcurso del tiempo, todos experimentamos y que, al menos en teoría, nos enriquecen y hacen mejores. Si bien es cierto que el reconocimiento se hace al menos verbalmente, no menos real es que en ocasiones, más allá de lo dicho, hay también un desperdicio de esa experiencia.
Resulta dramático el ejemplo de los bailarines, quienes nunca terminan de formarse como tales. Permanentemente trabajan en el movimiento, en el perfeccionamiento de su ejecución. A la vez continúan desarrollando sensibilidad y capacidad expresiva. Sin embargo, cuando el tiempo pasa y las capacidades físicas comienzan a mermarse, la experiencia sirve de muy poco como para prolongar por más tiempo su carrera. Es triste que, cuando sensibilidad, espíritu e intelecto van llegando a uno de sus puntos más altos, es el cuerpo lo que limita. La mente quiere, pero ya no puede.
Algo similar ocurre con los deportistas y sus fugaces carreras. Más bien, carreras contra el tiempo que más temprano que tarde terminan por perderse. Parecería consolador -al menos para quienes no dependen de un cuerpo joven y fuerte como instrumento de trabajo- saber que en otras actividades la experiencia tiene un valor. Sin embargo, esta veteranía prematura fácilmente se extiende a otros ámbitos. Mucho de esto está relacionado con las limitaciones que para el crecimiento tienen la mayoría de los países. La actividad económica va de la mano con la creación de empleos; de manera que frenándose la primera, por fuerza sucederá lo mismo con la segunda.
Podemos percatarnos de que haber sido una secretaria eficiente no garantiza que se encontrará nuevamente empleo una vez que se ha perdido. Lo mismo sucede con quien fue un vendedor estrella, pero que en un mercado más competido ha dejado de serlo. Un ejecutivo de alto nivel tampoco tiene garantías. Todo ello porque hay mucha gente esperando esos puestos; tal vez con menos experiencia, pero dispuestos a capacitarse en cortos periodos de tiempo.
La docencia quizá sea uno de los pocos ámbitos donde la experiencia todavía tiene un valor importante. En parte esto tiene que ver con que, en este caso, la experiencia sí marca diferencias en el desempeño. Pero, atención: tampoco los que ya tenemos horas de vuelo en esto de enseñar y aprender, hemos de tranquilizarnos como para dormirnos en nuestros laureles. Cuando se habla de experiencia, de ninguna manera se trata del simple paso del tiempo: en todo caso eso es antigüedad y, aunque se han empleado como sinónimos, distan mucho de serlo.
La experiencia no es escalafonaria y tampoco constituye el resultado de un proceso automático. Decir «experiencia» es remitirnos a un proceso en el que a través del ejercicio diario –docente, por supuesto- y el trabajo constante, tenemos acceso a nuevos aprendizajes. La sola práctica no basta, si de por medio no hay reflexión sobre aquello que hicimos. Lo hecho se convierte en experiencia, en la medida en que nos preguntamos qué hicimos bien, qué podemos mejorar, cuáles aspectos pueden ser reforzados, cómo debemos o podemos hacerlo, qué fallas hubo, etcétera. Repetir formas de trabajo al infinito sin modificación, cambio o cuestionamiento nos puede brindar destreza o habilidad, a veces positiva; pero también puede ser negativa. Su peor aspecto es que impide la posibilidad de cambio y mejora.
Con esto último se quiere dar a entender que la experiencia no es patrimonio exclusivo de quien lleva mucho tiempo en las aulas. Es más bien la afirmación de que se trata de algo que desarrolla quien tiene la disposición para pensar y repensar en su trabajo con los estudiantes. En la profesión de maestro -como en todas las profesiones, oficios y ocupaciones- nunca termina el proceso de formación. Se puede llegar a buenos niveles de desempeño, a excelentes niveles quizá, pero quien piense que tocó el límite se engaña. Siempre hay al menos una forma mejor para emprender una tarea: la experiencia nos ofrece las pistas. Las únicas condiciones: flexibilidad de pensamiento y disposición para modificar. Suena sencillo, pero la realidad muestra que no son bienes tan abundantes.
Por el solo hecho de provocar su curiosidad, maestra o maestro: intente recordar la primera vez que pisó un salón de clase, sus primeros días trabajando para la educación. ¿Qué tal la sensación de tener un vacío en el estómago al comenzar algo nuevo? ¿Sintió usted el nerviosismo traducido en un hormigueo en el rostro y las manos; tal vez transpirando involuntariamente o acelerando su respiración? ¿Puede recordar cómo miraba el conjunto de rostros infantiles o juveniles, sin identificar todavía individualidades, un bloque compacto cual muralla?
Pues bien, si aún le sucede algo de esto al comenzar cada nuevo ciclo escolar, tenga la certeza de que esa inquietud que da paso a la experiencia… sigue viva en usted. ¿Puede recordar cuáles eran sus ideales? ¿Cambiar el mundo, hacerlo mejor? ¿Poner acaso un grano de arena para construir un mejor país? Posiblemente con el paso del tiempo esas ideas se hayan desdibujado y perdido nitidez: los tropiezos en la vida no se dan sin dejar huella. A pesar de ello le invitamos a traerlos nuevamente a la mente, con certeza no estaban mal.
La diferencia entre aquel entonces y ahora, consiste en que su experiencia es mayor. Un arma de doble filo, ya que le puede proporcionar argumentos para justificar por qué seguir igual; pero también, y como contraparte, le puede hacer ver que ahora está mejor equipado para conseguir esos ideales.